
Los protagonistas de la Reforma: Ramírez, el cáustico iconoclasta; Prieto, el demócrata sentimental; Zarco, el racionalista recio; Ocampo, el militante ocasional; Mata, el maestro discípulo; Guzmán, el apologista optimista; Arriaga y Olvera, los visionarios realistas.
Todos se habían caracterizado inconfundiblemente ante el país, y todos personificaban elementos del carácter nacional indispensables a la formación de un movimiento popular. Con Juárez, más de un precedente quedó roto con la sencillez republicana.
El aspecto que presentaba en aquel entonces, y que ha llegado a la posteridad en un viejo daguerrotipo era una figura familiar y fácilmente accesible, con su levita floja mal ajustada a la corpulencia de su persona, su aire acomodadizo y tratable, y su porte acompañado: la personificación misma de la democracia en marcha.
No fue el menor de sus dotes de gobernante el que Juárez apreciara el valor de vestir una idea convenientemente, y que tanto o más que el vistoso Santa Anna o el dorado clero, paseara la suya, sobria y edificante, ante un pueblo sumamente sensible a las impresiones visuales y gobernado por el aparato espectacular desde tiempos inmemoriales. Al llegar al año de 1857, la autobiografía cedió a la precipitación de los sucesos, que arrancaron la pluma de su mano en un soplo formidable de vida nacional que borraba la individual.
De ahí en adelante, su biografía pasó de ser un tratado político, los fragmentos se fusionaron con el conjunto, y el hombre se confundió con el movimiento. Discreción, paciencia, adaptabilidad, determinación muda. Cayó preso otra vez y fue puesto en libertad el 11 de enero de 1858. Llegó ocho días más tarde a Guanajuato, donde declaró establecido su gobierno. “Ha llegado a ésta un indio llamado Juárez, que se dice Presidente de la Republica”, informó un chismoso a otro en la capital.
A pesar de su fama como gobernador de Oaxaca, autor de la primera ley de Reforma, presidente de la Corte Suprema y Ministro de Gobernación, tan poco le valían sus antecedentes en aquel trance, que un chismoso era capaz de creer, o de fingir creer, que era un desconocido, y su pretensión, una cosa inaudita en las peripecias de la política nacional. Pero el derecho moral de Juárez era la carga misma: hijo de una raza acostumbrada desde los tiempos inmemoriales a cargar sin descanso, traía a las mientes su herencia al dictar su primer Manifiesto.
“En condiciones sumamente difíciles alcanzó el hijo de Guelatao la primera magistratura”, dijo; y al evocar su origen, revelaba también su meta. Entraba así en la sucesión lineal, no sólo de Comonfort, sino de Hidalgo y Morelos, Mora y Gómez Farías, insurgentes y reformadores cuyas vidas gastadas estaban invertidas en la suya, vedándole el fracaso. Herencia pesada, pero imperiosa e indeclinable; pues si el ejemplo de los predecesores que adelantaron la lucha era un incentivo, mucho más fuerte fue el acicate de aquellos que esquivaron la lucha o que se acodillaron con la carga. Hasta los ignorantes comenzaron a adivinar quién era Juárez. Así iniciaba la gran epopeya de la Reforma.
En un Manifiesto a la Nación, el Presidente Juárez se expresó en primera persona. La democracia es el destino de la humanidad futura; la libertad, su indestructible arma; la perfección posible, el fin a donde se dirige. “Con estas creencias, que son la vida de mi corazón; con esta fe ardiente, único título que enaltece mi humilde persona hasta la grandeza de mi encargo, los incidentes de la guerra son despreciables, el pensamiento está sobre el dominio de los cañones.”
Su aspecto oficial todo mundo lo conocía; pero pocos, su manera de ser en la intimidad. “Juárez en el trato familiar era dulcísimo, cultivaba los afectos íntimos, su placer era servir a los demás, cuidando de borrar el descontento hasta en el último sirviente; reía oportuno, estaba cuidadoso de que se atendiera a todo el mundo, promovía conversaciones joviales y después de encender, callaba, disfrutando de la conversación y siendo el primero en admirar a los otros. Jamás le oí difamar a nadie y en cuanto a modestia no he conocido a nadie que le fuera superior.”
La primera de las Leyes de Reforma, base y cimiento de las demás, vio la luz el 12 de junio de 1859 en la forma de un decreto presidencial que nacionalizaba los bienes del clero.
Siguieron de cerca las reformas anexas: la separación de la iglesia y el Estado (12de julio); la exclaustración de monjas y frailes y la extinción de corporaciones eclesiásticas (12 de julio); el registro civil para los acto de nacimiento, matrimonio y defunción (23 de julio); la secularización de los cementerios (31 de julio) y de las fiestas públicas (11 de agosto). La libertad de cultos, culminación lógica y coronamiento de las demás, fue reservada para una fecha posterior pero vino anunciada en el programa promulgado el 12 de julio de 1859, fecha que hizo época en los fastos de la historia mexicana.
Concebidas integralmente, las Leyes de Reforma proclamaban la emancipación del poder civil, realizaban las promesas y llenaban las omisiones de la Constitución de l857, y constituían una segunda declaración de independencia nacional, que proporcionaba al partido progresista un porvenir que reanimaba la fe de los combatientes.
El enemigo le prodigó al Presidente Juárez una celebridad tremenda: lo sepultó bajo una montaña de denuestos, denunció al “déspota constitucional”. Lo tachó de socialista, materialista, ateo, traidor, americano, y de todo este repertorio de epítetos sangrientos, de los que el último era, sin duda, el más mortífero. Baste saber lo que los americanos pensaban de Juárez y su gente.
El New York Tribune nos calificó como una enorme y podrida masa de civilización malparida. Y el demócrata del sur Mr. Wigfall, llegó a decir: No queremos México ni su población cruzada. Juárez y su pandilla india no sabrían gobernarse, y puestos en contacto con nuestro pueblo, lo contaminarían”.
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